La distinción entre el arte académico y popular se fundamenta en
que el primero se realiza en centros especializados de formación de artistas
con una preparación sólida de arte, ejemplo: escuelas de Bellas Artes muchas
veces siguiendo una tendencia de arte marcada por escuelas extranjeras como por
ejemplo: del surrealismo, del cubismo, etc.
En cambio, el arte popular es manifestación propia, voluntaria en
las que muchas veces se sigue un concepto de arte autóctono, donde vuela la
imaginación y en donde se ponen de manifiesto todo un conjunto de elementos que
ayudan a la interacción de un arte muchas veces anónimo como por ejemplo: el
arte de la escuela Quiteña, de la época colonial.
En el ámbito artístico, la creación de escuelas de arte, a cargo
de órdenes religiosas, permitió que los indígenas y mestizos pobres aprendan
las técnicas de creación provenientes de Europa y las enriquezcan con su forma
de expresión artística. Esta simbiosis produjo el aparecimiento de obras de
gran calidad, que juntaron lo mejor de ambos mundos, y a las que se ha agrupado
bajo el nombre de "la escuela quiteña".
El contenido de las artes fue esencialmente religioso. Siguiendo
las directrices del Concilio de Trento, la pintura fue herramienta de
evangelización. En cuanto a la técnica, en la primera etapa de la pintura
colonial predominan los colores oscuros y una marcada tendencia a la simetría.
Al hablar de la pintura en el siglo XVI, la mayoría de las obras
pertenecen a autores anónimos.
En el siglo XVII, aparecen estilos propios, con artistas seguros
de su técnica, del manejo del fondo del tema y de la forma expresiva adecuados
a una sociedad ya establecida. En las postrimerías del siglo XVII, los artistas
anónimos y sus agrupaciones gremiales tienden a desaparecer.
Vírgenes como: Guápulo, Quinche, Cisne Lojana, Cristo del Árbol de
Pomasqui y muchos más comienzan a difundirse como retratos religiosos. Así
también, aparecen los primeros milagros pintados en pequeñas planchas
metálicas.
En la pintura las formas pierden rigidez. A finales del siglo se
incorpora el paisaje: flora, fauna, montañas, edificaciones y hasta el mismo
color de la tierra.
Podre Pedro
Bedón:
(1556 - 1615). Fraile dominico. Estudió en Lima. Dedicó la mayor parte de su
obra como pintor a la Virgen María.
Andrés
Sánchez Gallque: Discípulo del Padre Bedón. Destaca su cuadro en pintura
"Los negros de Esmeraldas", encargado por el oidor Sepúlveda para
regalo al rey de España.
Luís Rivera: Fue hábil
en el trabajo de policromado de imágenes escultóricas. Obras de su autoría se
encuentran en la Catedral y en la iglesia de San Francisco en Quito.
Hernando De
la Cruz:
Sacerdote jesuíta (1592 - 1646). Pintó en Quito varios lienzos en el convento
de la Compañía. Se atribuye a su pincel el retrato de Santa Mariana de Jesús.
Miguel de
Santiago:
(1630 - 1706). Fue alumno de Hernando de la Cruz y colaborador de Sánchez
Gallpe. Fue perfeccionista en la elaboración de pigmentos y telas, dio gran uso
a las transparencias enriqueciendo y ampliando el abanico cromático. Tuvo
influencia de pintores alemanes y flamencos. Fue gran maestro del paisaje y la
fisonomía lugareña en sus pinturas. Los doce lienzos de "Los milagros de
la Virgen", denotan la influencia del modelo físico local.
Su posterior serie de cuadros sobre la vida de San Agustín,
culminan con el lienzo titulado "La Regla", habiéndose demorado dos
años en este trabajo.
Cerca de los cincuenta años pintó la serie que interpreta
"Los Milagros de Nuestra Señora de Guápulo". Algunos lienzos de su
autoría se encuentran en la iglesia San Francisco de Quito y en la Catedral de
Bogotá.
Nicolás
Javier de Goribar: Sobrino y discípulo de Miguel de Santiago. (1665 - 1740). Su obra
se destaca hasta pasado el primer tercio del siglo XVIII. Tuvo influencia de
maestros flamencos, sobresale en el manejo de la técnica del claroscuro y en el
dominio de la luz.
Sus temas están dominados por el Antiguo Testamento. La serie de
los Profetas en la iglesia de la Compañía de Jesús en Quito, ha sido atribuida
a Goribar. En la obra la Inmaculada con Adán y Eva, pequeña obra oval, se da
énfasis a la figura de María, vencedora del mal.
Bernardo de Legarda: Pintor y
escultor. Destaca su obra "María, Madre del Amor Hermoso". Fue
también miniaturista, armero y dorador. Hacia la última etapa del siglo XVIII
los colores se liberan llegando a niveles de exuberancia cromática.
José Cortéz
de Alcocer: En 1792, Espejo realza el prestigio de Cortéz mencionándolo junto
a maestros de la talla de Caspicara. Sus hijos Nicolás, Antonio y Francisco
Javier, formaron parte del equipo de pintores botánicos que dirigió el sabio
Mutis en Bogotá.
Francisco
Alba:
Su firma y fecha, 1745, consta en una aparición de la Virgen de Aranzazu.
Bernardo
Rodríguez:
Pintó un cuadro donde representa a San Eloy, patrono de los plateros.
Manuel de
Samaniego:
Tiene gran producción de lienzos en miniatura. Destaca en la utilización de
colores vivos y gran dorninio del dibujo. En los últimos años del siglo XVIII,
escribió su famoso "Tratado de Pintura", en el que documenta en forma
clara el clima cultural y los elementos que se manejan en los talleres de pintura
de esa época.
Manuel Chili
(Caspicara): Escultor ecuatoriano del siglo XVIII. Manuel Chili, más conocido
como Caspicara, trabajó en Quito, en cuya ciudad y durante los siglos XVII y
XVIII, los talleres de artistas fueron el filón que nutrió de escultura a
América del Sur. Caspicara aprendió su oficio en alguno de los abundantes
talleres quiteños que atendían a los numerosos encargos que les venían de casi
todos los puntos del continente.
Su obra tiene un profundo arraigo en la sensibilidad y creencias
del pueblo quiteño, lo que explica el aprecio y el número de encargos que se
le hicieron a lo largo de su vida. Los temas de la escultura de Caspicara,
siempre religiosos, y su técnica, la talla en madera, policromada, lo convierte
en un seguidor notable de la más castiza tradición hispánica trasplantada a
América.
La obra de Caspicara fue extensa y abarcó, si se compara con la de
sus contemporáneos, un amplio número de modalidades. No sólo se limitó a la
escultura de retablos o imágenes, como la espléndida Virgen del Carmen, de la
iglesia de San Francisco de Quito, en la que se nos presenta como un maestro de
técnica refinada, sino que también realizó grupos escultóricos, tema éste
poco frecuente en la escultura quiteña.
Dos de ellos, son los más bellos de la escultura de la ciudad: el
de la Asunción de la Virgen (San Francisco) y el célebre Descendimiento (en la
Catedral), al que se conoce por la Sábana Santa y en el que se conjugan una
teatralidad típicamente barroca con un sentido y recogimiento populares.
José Olmos
(Pampite):
Un sacerdote católico lo bautizó como José Olmos, su familia y amigos lo
llamaron por su nombre indígena, Pampite. Su mente y corazón lucharon con el
dolor de indios vencidos y oprimidos, y su mano se deslizó sobre la madera y la
lona con la habilidad de un amo europeo. En el decimoséptimo y el décimo octavo
siglo, él y sus contemporáneos se dejaron de hacer copias del arte de Europa y
crearon un estilo único representativo de Quito, el cual expresaba el
sufrimiento indígena bajo la regla española.
Magdalena
Dávalos:
Riobambeña, pintora de obras en miniatura, en dibujo, música y bordado.
Dentro del propio siglo XVI, en efecto, aparecieron ya artistas de
Quito, mestizos e indígenas. Con sus trabajos -originales a pesar de aquella
multitud de influencias que recibieron de maestros y de obras de Europa-, iban
enriqueciéndose, espléndidamente, los templos y conventos coloniales del
Ecuador.
Será necesario esperar los siglos posteriores al XVI para que el
paisaje, la naturaleza y las gentes americanas entren en la producción
artística: sólo a fines del siglo XVII Miguel de Santiago pintará la sierra, el
llano tropical, los valles y montañas, el cielo y las nubes de los Andes, y
pondrá especial énfasis en las gentes con sus trajes y costumbres, con sus
ritos religiosos, en las ciudades y campos.
Los cuadros de los milagros de la Virgen de Guápulo y aquellos de
la del Quinche hacen de él el primer artista americano en busca de una
intencionada autenticidad. Con él surgen algunos pintores milagreros,
anónimos, que relatan anécdotas religiosas, procesiones, prodigios, ceremonias.
Surgen a si mismo escultores populares que, aprovechando la
representación del pesebre, en el nacimiento de Jesús siguen los moldes de los
ejemplares italianos y centroeuropeos, y acompañan a las imágenes de San José,
la Virgen y el Niño, de los ángeles y Reyes Magos.
En el pulimento prodigioso de la piedra, intervinieron un
sinnúmero de artistas anónimos, siendo indígenas los más nombrados. Sus obras
quedaron, sobre todo, en los frontispicios de las iglesias y en las graderías
de los conventos.
Todos los motivos del arte colonial se encontraron, desde luego,
en fuentes religiosas. Es que ese sentimiento preponderó en el tiempo y en la
sociedad. Lo que no ha impedido que artistas tan eminentes como Arístides
Sartorio -admirando el arte arquitectónico de Quito colonial, en el que ha
observado huellas del Renacimiento italiano y del español; y rastros flamencos
y árabes, al mismo tiempo que una fuerte originalidad, debido a indudables
capacidades creativas-, haya expresado que por sus manifestaciones
artísticas, "Quito es la Atenas americana y el corazón de la América
Latina". Se atribuye a Fray Jodoco Ricke la iniciativa de organizar el
Colegio de San Andrés como una Escuela de Artes y oficios.
Este dato, consignado en 1575 por Marcelino de Civezza, ratifica
la afirmación de la probanza hecha en 1568 sobre el Colegio de San Andrés, que
dice: "Se les ha enseñado en el dicho Colegio a muchos indios muchos
oficios, como son albañiles y carpinteros y barberos y otros que hacen teja y
ladrillos y otros plateros e pinteros, de donde ha venido mucho bien a la
tierra y otras cosas así necesarias para su salvación como a su pulida".
La relación de 1573 atestigua, refiriéndose a Quito: "En la
tierra hay bastante número de curtidores, zapateros, silleros, guarnicioneros,
herreros, albañiles, carpinteros, calceteros, plateros".
Estos testimonios referentes al siglo XVI describen la situación
de la artesanía, que de hecho la practicaban los indios y mestizos. Este estado
continuó a través del tiempo, como lo confirma el padre Juan de Velasco con
estos términos: "Los indianos y los mestizos, que son casi los únicos que
ejercitan las artes mecánicas, son celebradísimos en ellas por casi todos los
escritores. A la verdad tienen un particularísimo talento, acompañado de
natural inclinación, y ayudado de gran constancia y paciencia, para aplicarse a
las cosas más arduas que necesitan de ingenio, atención y estudio.
No hay arte alguna que no la ejercite con perfección. Los tejidos
de diversas especies, los tapetes y alfombras, los bordados que compiten con
los de Genova, los encajes y catacumbas finísimas, las franjas de oro y plata,
de que un tiempo tuvo la ciudad fábrica, como las mejores de Milán, las obras
de fundición, de martillo, de cincel, y de buril, todas las especies de
manufacturas, adornos y curiosidades y, sobre todo, las de pintura, escultura y
estatuaria, han llenado los reinos americanos, y han visto con estimación en
Europa".
De las arles suntuarios ejercitadas por los indios, las más
comunes y codiciadas eran la orfebrería y platería.
La abundancia de oro y plata propició el trabajo de orfebres y
plateros, que hallaron clientela en funcionarios eclesiásticos y civiles
acomodados, que mandaron labrar, respectivamente, objetos de culto y joyas de
adorno. Ya desde el siglo XVI se conocía en la Quito la calle de la Platería,
donde habían establecido su taller y tienda joyeros y plateros. Al mismo
tiempo, se había desarrollado el arte de reducir a láminas el oro y la plata,
para el dorado y plateado de altares y objetos sagrados.
Eugenio Espejo habló de la escultura y la pintura, no sólo como
valor estético, sino como fuente de ingresos. El arte quiteño era cotizado en
las provincias y de los talleres de Quito salían las imágenes para satisfacer
las devociones de los pueblos de la Real Audiencia.
De otra manera, Espejo al referirse a la escuela quiteña
manifestaba: "El genio quiteño lo abraza todo, todo lo penetra, a todo
alcanza. ¿Veis, señores, aquellos infelices artesanos que, agobiados con el
peso de su miseria, se congregan las tardes en las cuatro esquinas a vender los
efectos de su industria y su labor? Pues allí el pintor y el farolero, el
herrero y el sombrerero, el franjero y el escultor, el latonero y el zapatero,
el omnicio y universal artista presentan a vuestros ojos preciosidades que la
frecuencia de verlas nos induce a la injusticia de no admirarlas.
Familiarizados con la hermosura y delicadeza de sus artefactos, no
nos dignamos siquiera prestar un tibio elogio a la energía de sus manos, al
numen de invención que preside en sus espíritus, a la abundancia de genio que
enciende y anima su fantasía. Todos y cada uno de ellos, sin lápiz, sin buril,
sin compás, en una palabra, sin sus respectivos instrumentos, igualan sin
saberlo, y a veces aventajan, al europeo industrioso de Roma, Milán, Bruselas,
Dublín, Amsterdam, Venecia, París y Londres.
Lejos del aparato, en su línea magnífico, de un taller bien
equipado, de una oficina bien provista, de obrador ostentoso, que mantiene el
flamenco, el francés, el italiano, el quiteño, en el ángulo estrecho y casi
negado a la luz de una mala tienda, perfecciona sus obras en silencio; y como
el formarlas ha costado poco a la valentía de su imaginación y a la docilidad y
destrenza de sus manos, no hace vanidad de haberlas hecho, concibiendo alguna
de producirse con ingenio y con el influjo de las musas".
A parte de los diferentes oficios ya mencionados la escuela de
arte quiteña se destacó también en obras de imaginería, escultura, pintura, en
la que sobresalieron Capiscara, Pampite, Miguel de Santiago, etc.