martes, 8 de enero de 2013

DISTINCIÓN CON EL ARTE ACADÉMICO Y POPULAR


La distinción entre el arte académico y popular se fundamenta en que el primero se realiza en cen­tros especializados de formación de artistas con una preparación sólida de arte, ejemplo: escuelas de Bellas Artes muchas veces siguiendo una tendencia de arte marcada por escuelas extranjeras como por ejemplo: del surrealismo, del cubismo, etc.
En cambio, el arte popular es manifestación propia, voluntaria en las que muchas veces se sigue un concepto de arte autóctono, donde vuela la imaginación y en donde se ponen de manifiesto todo un conjunto de elementos que ayudan a la interacción de un arte muchas veces anónimo como por ejem­plo: el arte de la escuela Quiteña, de la época colonial.
En el ámbito artístico, la creación de escuelas de arte, a cargo de órdenes religiosas, permitió que los indígenas y mestizos pobres aprendan las técnicas de creación provenientes de Europa y las enri­quezcan con su forma de expresión artística. Esta simbiosis produjo el aparecimiento de obras de gran calidad, que juntaron lo mejor de ambos mundos, y a las que se ha agrupado bajo el nombre de "la escuela quiteña".
El contenido de las artes fue esencialmente religioso. Siguiendo las directrices del Concilio de Trento, la pintura fue herramienta de evangelización. En cuanto a la técnica, en la primera etapa de la pin­tura colonial predominan los colores oscuros y una marcada tendencia a la simetría.
Al hablar de la pintura en el siglo XVI, la mayoría de las obras pertenecen a autores anónimos.
En el siglo XVII, aparecen estilos propios, con artistas seguros de su técnica, del manejo del fondo del tema y de la forma expresiva adecuados a una sociedad ya establecida. En las postrimerías del siglo XVII, los artistas anónimos y sus agrupa­ciones gremiales tienden a desaparecer.
Vírgenes como: Guápulo, Quinche, Cisne Lojana, Cristo del Árbol de Pomasqui y muchos más comienzan a difundirse como retratos religiosos. Así también, aparecen los primeros milagros pintados en peque­ñas planchas metálicas.
En la pintura las formas pierden rigidez. A finales del siglo se incorpora el paisaje: flora, fauna, montañas, edificaciones y hasta el mismo color de la tierra.
 Podre Pedro Bedón: (1556 - 1615). Fraile dominico. Estudió en Lima. Dedicó la mayor parte de su obra como pintor a la Virgen María.
Andrés Sánchez Gallque: Discípulo del Padre Bedón. Destaca su cuadro en pin­tura "Los negros de Esmeraldas", encar­gado por el oidor Sepúlveda para regalo al rey de España.
Luís Rivera: Fue hábil en el trabajo de policromado de imágenes escultóricas. Obras de su autoría se encuentran en la Catedral y en la iglesia de San Francisco en Quito.
Hernando De la Cruz: Sacerdote jesuíta (1592 - 1646). Pintó en Quito varios lien­zos en el convento de la Compañía. Se atribuye a su pincel el retrato de Santa Mariana de Jesús.
Miguel de Santiago: (1630 - 1706). Fue alumno de Hernando de la Cruz y colaborador de Sánchez Gallpe. Fue perfeccionista en la elaboración de pigmentos y telas, dio gran uso a las transparen­cias enriqueciendo y ampliando el abanico cro­mático. Tuvo influencia de pintores alemanes y flamencos. Fue gran maestro del paisaje y la fiso­nomía lugareña en sus pinturas. Los doce lienzos de "Los milagros de la Virgen", denotan la influencia del modelo físico local.
Su posterior serie de cuadros sobre la vida de San Agustín, culminan con el lienzo titulado "La Regla", habiéndose demorado dos años en este trabajo.
Cerca de los cincuenta años pintó la serie que interpreta "Los Milagros de Nuestra Señora de Guápulo". Algunos lienzos de su autoría se encuentran en la iglesia San Francisco de Quito y en la Catedral de Bogotá.
Nicolás Javier de Goribar: Sobrino y discípulo de Miguel de Santiago. (1665 - 1740). Su obra se destaca hasta pasado el primer tercio del siglo XVIII. Tuvo influencia de maestros flamencos, sobresale en el manejo de la técnica del claroscuro y en el dominio de la luz.
Sus temas están dominados por el Antiguo Testamento. La serie de los Profetas en la iglesia de la Compañía de Jesús en Quito, ha sido atribuida a Goribar. En la obra la Inmaculada con Adán y Eva, pequeña obra oval, se da énfasis a la figura de María, vencedora del mal.
Bernardo de Legarda: Pintor y escultor. Destaca su obra "María, Madre del Amor Hermoso". Fue también miniaturista, armero y dorador. Hacia la última etapa del siglo XVIII los colores se liberan llegando a niveles de exuberancia cromática.
José Cortéz de Alcocer: En 1792, Espejo realza el prestigio de Cortéz mencionándolo junto a maes­tros de la talla de Caspicara. Sus hijos Nicolás, Antonio y Francisco Javier, formaron parte del equipo de pintores botánicos que dirigió el sabio Mutis en Bogotá.
Francisco Alba: Su firma y fecha, 1745, consta en una aparición de la Virgen de Aranzazu.
Bernardo Rodríguez: Pintó un cuadro donde representa a San Eloy, patrono de los plateros.
Manuel de Samaniego: Tiene gran producción de lienzos en miniatura. Destaca en la utilización de colores vivos y gran dorninio del dibujo. En los últimos años del siglo XVIII, escribió su famoso "Tratado de Pintura", en el que documenta en forma clara el clima cultural y los elemen­tos que se manejan en los talleres de pintura de esa época.
Manuel Chili (Caspicara): Escultor ecuatoriano del siglo XVIII. Manuel Chili, más conocido como Caspicara, trabajó en Quito, en cuya ciudad y durante los siglos XVII y XVIII, los talleres de artistas fueron el filón que nutrió de escultura a América del Sur. Caspicara aprendió su ofi­cio en alguno de los abundantes talleres quiteños que atendían a los numerosos encargos que les venían de casi todos los puntos del continente.
Su obra tiene un profundo arraigo en la sen­sibilidad y creencias del pueblo quiteño, lo que explica el aprecio y el número de encar­gos que se le hicieron a lo largo de su vida. Los temas de la escultura de Caspicara, siempre religiosos, y su técnica, la talla en madera, policromada, lo convierte en un seguidor notable de la más castiza tradición hispánica trasplantada a América.
La obra de Caspicara fue extensa y abarcó, si se compara con la de sus contemporáneos, un amplio número de modalidades. No sólo se limitó a la escultura de retablos o imáge­nes, como la espléndida Virgen del Carmen, de la iglesia de San Francisco de Quito, en la que se nos presenta como un maestro de téc­nica refinada, sino que también realizó gru­pos escultóricos, tema éste poco frecuente en la escultura quiteña.
Dos de ellos, son los más bellos de la escultura de la ciudad: el de la Asunción de la Virgen (San Francisco) y el célebre Descendimiento (en la Catedral), al que se conoce por la Sábana Santa y en el que se conjugan una teatralidad típicamente barroca con un sentido y recogimiento popu­lares.
José Olmos (Pampite): Un sacerdote católico lo bautizó como José Olmos, su familia y amigos lo llamaron por su nombre indígena, Pampite. Su mente y corazón lucharon con el dolor de indios vencidos y oprimidos, y su mano se deslizó sobre la madera y la lona con la habilidad de un amo europeo. En el decimoséptimo y el décimo octa­vo siglo, él y sus contemporáneos se dejaron de hacer copias del arte de Europa y crearon un esti­lo único representativo de Quito, el cual expresa­ba el sufrimiento indígena bajo la regla española.
Magdalena Dávalos: Riobambeña, pintora de obras en miniatura, en dibujo, música y bordado.
Dentro del propio siglo XVI, en efecto, aparecieron ya artistas de Quito, mestizos e indígenas. Con sus trabajos -originales a pesar de aquella multitud de influencias que recibieron de maestros y de obras de Europa-, iban enriqueciéndose, espléndidamen­te, los templos y conventos coloniales del Ecuador.
Será necesario esperar los siglos posteriores al XVI para que el paisaje, la naturaleza y las gentes ame­ricanas entren en la producción artística: sólo a fines del siglo XVII Miguel de Santiago pintará la sierra, el llano tropical, los valles y montañas, el cielo y las nubes de los Andes, y pondrá especial énfasis en las gentes con sus trajes y costumbres, con sus ritos religiosos, en las ciudades y campos.
Los cuadros de los milagros de la Virgen de Guápulo y aquellos de la del Quinche hacen de él el primer artista americano en busca de una intencionada autenticidad. Con él surgen algunos pin­tores milagreros, anónimos, que relatan anécdotas religiosas, procesiones, prodigios, ceremonias.
Surgen a si mismo escultores populares que, aprovechando la representación del pesebre, en el nacimiento de Jesús siguen los moldes de los ejemplares italianos y centroeuropeos, y acompañan a las imágenes de San José, la Virgen y el Niño, de los ángeles y Reyes Magos.
En el pulimento prodigioso de la piedra, intervinieron un sinnúmero de artistas anónimos, sien­do indígenas los más nombrados. Sus obras quedaron, sobre todo, en los frontispicios de las igle­sias y en las graderías de los conventos.
Todos los motivos del arte colonial se encontraron, desde luego, en fuentes reli­giosas. Es que ese sentimiento prepon­deró en el tiempo y en la sociedad. Lo que no ha impedido que artistas tan emi­nentes como Arístides Sartorio -admi­rando el arte arquitectónico de Quito colonial, en el que ha observado huellas del Renacimiento italiano y del español; y rastros flamencos y árabes, al mismo tiempo que una fuerte originalidad, debido a indudables capacidades creati­vas-, haya expresado que por sus mani­festaciones artísticas, "Quito es la Atenas americana y el corazón de la América Latina". Se atribuye a Fray Jodoco Ricke la iniciativa de organizar el Colegio de San Andrés como una Escuela de Artes y oficios.
Este dato, consignado en 1575 por Marcelino de Civezza, ratifica la afirmación de la probanza hecha en 1568 sobre el Colegio de San Andrés, que dice: "Se les ha enseñado en el dicho Colegio a muchos indios muchos oficios, como son albañiles y carpinteros y barberos y otros que hacen teja y ladrillos y otros plateros e pinteros, de donde ha venido mucho bien a la tierra y otras cosas así necesarias para su salvación como a su pulida".
La relación de 1573 atestigua, refiriéndose a Quito: "En la tierra hay bastante número de curtido­res, zapateros, silleros, guarnicioneros, herreros, albañiles, carpinteros, calceteros, plateros".
Estos testimonios referentes al siglo XVI describen la situación de la artesanía, que de hecho la practicaban los indios y mestizos. Este estado continuó a través del tiempo, como lo confirma el padre Juan de Velasco con estos términos: "Los indianos y los mestizos, que son casi los únicos que ejercitan las artes mecánicas, son celebradísimos en ellas por casi todos los escritores. A la ver­dad tienen un particularísimo talento, acompañado de natural inclinación, y ayudado de gran constancia y paciencia, para aplicarse a las cosas más arduas que necesitan de ingenio, atención y estudio.
No hay arte alguna que no la ejercite con perfección. Los tejidos de diversas especies, los tape­tes y alfombras, los bordados que compiten con los de Genova, los encajes y catacumbas finísi­mas, las franjas de oro y plata, de que un tiempo tuvo la ciudad fábrica, como las mejores de Milán, las obras de fundición, de martillo, de cincel, y de buril, todas las especies de manufacturas, adornos y curiosidades y, sobre todo, las de pintura, escultura y estatuaria, han llenado los reinos americanos, y han visto con estimación en Europa".
De las arles suntuarios ejercitadas por los indios, las más comunes y codiciadas eran la orfebrería y platería.
La abundancia de oro y plata propició el trabajo de orfebres y plateros, que halla­ron clientela en funcionarios eclesiásticos y civiles acomodados, que mandaron labrar, respectivamente, objetos de culto y joyas de adorno. Ya desde el siglo XVI se conocía en la Quito la calle de la Platería, donde habían establecido su taller y tienda joyeros y plateros. Al mismo tiempo, se había desarrollado el arte de reducir a láminas el oro y la plata, para el dorado y plateado de altares y objetos sagrados.
Eugenio Espejo habló de la escultura y la pintura, no sólo como valor estético, sino como fuente de ingresos. El arte quiteño era cotizado en las provincias y de los talleres de Quito salían las imágenes para satisfacer las devociones de los pueblos de la Real Audiencia.
De otra manera, Espejo al referirse a la escuela quiteña manifestaba: "El genio quiteño lo abraza todo, todo lo penetra, a todo alcanza. ¿Veis, señores, aquellos infelices artesanos que, agobiados con el peso de su miseria, se congregan las tardes en las cuatro esquinas a vender los efectos de su industria y su labor? Pues allí el pintor y el farolero, el herrero y el sombrerero, el franjero y el escultor, el latonero y el zapatero, el omnicio y universal artista presentan a vuestros ojos precio­sidades que la frecuencia de verlas nos induce a la injusticia de no admirarlas.
Familiarizados con la hermosura y delicadeza de sus artefactos, no nos dignamos siquiera prestar un tibio elogio a la energía de sus manos, al numen de invención que preside en sus espíritus, a la abundancia de genio que enciende y anima su fanta­sía. Todos y cada uno de ellos, sin lápiz, sin buril, sin compás, en una palabra, sin sus respectivos instru­mentos, igualan sin saberlo, y a veces aventajan, al europeo industrioso de Roma, Milán, Bruselas, Dublín, Amsterdam, Venecia, París y Londres.
Lejos del aparato, en su línea magnífi­co, de un taller bien equipado, de una oficina bien provista, de obrador ostentoso, que mantiene el flamenco, el francés, el italiano, el quiteño, en el ángulo estrecho y casi negado a la luz de una mala tienda, perfecciona sus obras en silencio; y como el formarlas ha costado poco a la valentía de su imaginación y a la docilidad y destre­nza de sus manos, no hace vanidad de haberlas hecho, concibiendo alguna de producirse con ingenio y con el influjo de las musas".
A parte de los diferentes oficios ya mencionados la escuela de arte quite­ña se destacó también en obras de imaginería, escultura, pintura, en la que sobresalieron Capiscara, Pampite, Miguel de Santiago, etc.

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